Ya que estamos escatológicos tengo que confesar algo que me pasó el jueves en uno de los retretes del edificio en el que trabajo. Tras la comida del día, sentí el característico rugido de tripas que anuncia la inminente liberación de la mierda oprimida. Raudo y veloz, me dirigí a mi retrete de confianza (sí, no me gusta cualquiera, me gusta el mío ¿Qué pasa?), situado en un baño junto a otro retrete (ambos con su puerta) cuatro urinarios y dos lavabos. Bajé las escaleras con cuidado y recorrí el pasillo con paso decidido pero sin mover mucho los muslos. Apretando el culo vamos. Es ese trote de bailarina que todos hacemos cuando notamos el topo asomando. Abrí la puerta del baño y vi con gran alivio que la puerta de mi retrete estaba entornada y la del otro abierta de par en par. Estupendo, pensé. No me gusta compartir esos momentos de recogimiento con otras personas, no por nada, sino porque se me contraen todos los esfínteres si hay alguien presente. En fin. Fijé mi vista en la puerta y desaparecieron mis inhibiciones. Di dos pasos largos y embestí contra la puerta mientras me echaba la mano al cinturón.
Horror y desolación.
¡La puerta no se abrió! En lugar de eso, la puerta se movió hacia adelante, rebotó con algo y se cerró de golpe. En ese momento se activaron todos los sistemas automáticos de mi cuerpo comandados por el sistema nervioso simpático. A saber: descarga de adrenalina, dilatación de bronquios, aumento de pulsaciones y una serie de reacciones del tipo lucha o corre. Mientras, mi cerebro despertó de su letargo y comenzó a analizar lo ocurrido durante esa fracción de segundo. La puerta había rebotado con algo blando que emitió un sonido claramente humano. Efectivamente, acababa de oir un «Lo siento» agónico que salía del cagadero. Y ahí fue como si la vida se hubiera puesto en pausa. ¡Le acababa de pegar un golpe con una puerta a un pobre hombre que estaba cagando tranquilamente! Por el sonido de la puerta al golpear, no descarto haberle dado en las rodillas, aunque espero que tuviese los pies hacia adelante y sólo le haya dado en la punta de sus zapatos. Una vez mi cerebro mamífero se hizo cargo de la situación salté hacia atrás y salí corriendo del baño sin hacer mayor ruido. Naturalmente, no dije nada, pues me delataría. Salí al pasillo y volví a mi puesto prácticamente doblado de risa. Afortunadamente, mi recto se había contraído y de ahí no saldría nada en un buen rato, ventajas de la adrenalina.
Todavía pienso en el pobre fulano que vió perturbada la paz de su cagada. El pobre hombre debió pensar que había llegado Alien o el T.Rex a llevárselo en tan incómoda situación. Teneís que comprender que la embestida le debió parecer brutal desde su perspectiva tan desvalida.
Moraleja:
Si no quieres que te interrumpan al cagar, acuérdate de la puerta cerrar.